jueves, 21 de abril de 2016

Análisis de la Exhortación Apostólica post-sinodal "Amoris laetitia", del Papa Francisco (Parte VII)

Las "Circunstancias atenuantes en el discernimiento pastoral" se abordan a partir del punto 301, con el que comienzo esta 7ª parte de mi análisis, que corresponde a la segunda parte del capítulo octavo de la Exhortación, como ya indiqué en el entrada anterior (ver aquí). En él, el Papa dice que, debido a "los condicionamientos y circunstancias atenuantes [...] ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» [fundamentalmente quienes viven en adulterio, aunque también quienes lo hacen en concubinato o amancebamiento] viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante". Por lo visto, durante dos milenios la Iglesia, que lo único que ha hecho es basarse en la condena expresa de Nuestro Señor sobre este tema, no ha tenido en cuenta estos "condicionamientos y circunstancias atenuantes" a la hora de valorar moralmente los pecados contra el sexto Mandamiento del Decálogo. Pero ahora que se han descubierto, una persona que vive en pecado mortal ya puede estar "en gracia de Dios" sin necesidad de arrepentimiento, ni propósito de la enmienda. Naturalmente, tal afirmación contradice las Sagradas Escrituras, la Doctrina, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.

Para justificar que los adúlteros no se separen, se sugiere que si lo hicieran podrían adquirir "nuevas culpas" -proposición sorprendente y contraria a la fe católica-, contradiciendo totalmente lo afirmado por San Juan Pablo II en "Familiaris consortio": "cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos»". Y es lógico: la educación de los posibles hijos habidos en esa relación adúltera no les obliga a seguir manteniendo relaciones sexuales ilícitas. Por tanto, como ya expliqué en la entrada anterior, para justificar el mantenimiento de estas relaciones sexuales pecaminosas tampoco puede ser alegado como excusa que, de cesar éstas, pondría en peligro la "fidelidad" de los adúlteros entre ellos, pues a quienes están siendo objetivamente infieles es a sus legítimos cónyuges, a quienes están unidos por el sacramento del Matrimonio, que es indisoluble hasta la muerte.

También se alude en este punto a un "eventual desconocimiento de la norma". Pero como es bastante improbable que un católico desconozca el Decálogo, cuyo sexto mandamiento dice explícitamente: "No cometerás adulterio", se recurre a subterfugios para justificar la posible no culpabilidad por su incumplimiento: "Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma»". Como indica la nota 339, tal idea está tomada, nuevamente, de lo expresado por San Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica "Familiaris consortio", pero, una vez más, dicha cita se saca de contexto y se tergiversa, pues en el pasaje citado está aludiendo a "la norma moral que debe guiar la transmisión responsable de la vida" entre esposos, y, por tanto, no es aplicable a un más que improbable desconocimiento de la prohibición explícita del adulterio en el Decálogo. Asimismo, vuelve a plantear que quien incumple la norma -el sexto Mandamiento, en este caso-, "...puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa", lo cual, como ya he explicado más arriba, tampoco puede justificar el incumplimiento del Decálogo.

A continuación, el Papa cita a Santo Tomás de Aquino, otra vez tergiversando el sentido de lo que el Doctor Angélico realmente decía: "Ya santo Tomás de Aquino reconocía que alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no poder ejercitar bien alguna de las virtudes, de manera que aunque posea todas las virtudes morales infusas, no manifiesta con claridad la existencia de alguna de ellas, porque el obrar exterior de esa virtud está dificultado: «Se dice que algunos santos no tienen algunas virtudes, en cuanto experimentan dificultad en sus actos, aunque tengan los hábitos de todas las virtudes»" (STh I-II, q.65, a.3 ad 2, De Malo q.2, a.2). La explicación de por qué el Papa está tergiversando lo dicho por el Aquinate la expone de forma muy clara el P. José María Iraburu, a quien vuelvo a citar por segunda vez en esta serie de entradas dedicadas a analizar la Exhortación -esta vez literalmente-, con la esperanza de que otro "periodista" -o el mismo- no vuelva a atribuir al P. Iraburu todo mi análisis, como ya ha ocurrido una vez (ver aquí):

El número citado puede ser objetado desde ángulos diversos. Pero yo aquí limito mi análisis, mostrando únicamente que la doctrina de Santo Tomás que se alega en el texto está mal entendida, y que en su verdadero sentido no da ninguna fundamentación justificante de lo afirmado en los dos párrafos que le preceden. Lo comprobaremos seguidamente, recordando su teología de las virtudes.

* * *

Todas las virtudes, en cuanto hábitos operativos, crecen juntamente, como los dedos de una mano, aunque algunas, si no son activadas, estarán menos hábiles para el ejercicio. –En principio, cuanto más crecida está una virtud, se ejercita en el acto que le es propio con más facilidad, perfección y gusto. –Sin embargo, no se identifica necesariamente el grado de una virtud como hábito (es decir, como facultad o potencia operativa) y el grado de su capacidad de ejercitarse en actos. Este último punto es el que aquí nos importa examinar para entender bien en la Amoris laetitia la falsa alusión a la enseñanza de Santo Tomás sobre la virtud eventualmente no operativa (STh I-II, 65 ad 2-3).

Puede fortalecerse una virtud sin que necesariamente aumente la facilidad para ejercitarla en actos. Un hombre, por ejemplo, que acrecentó mucho la virtud de la paciencia estando enfermo durante años, recluido en su cama con muy escasas actividades y relaciones sociales, habrá fortalecido necesariamente también, como hábitos, todas las otras virtudes, también el hábito y virtud de la prudencia. Pero si un día recupera la salud, después de tantos años de vida reclusa, es probable que no tenga expedita la virtud de la prudencia para ejercitarla con facilidad y acierto en actos concretos, en decisiones circunstanciales, en negocios, en relaciones sociales, por falta de información y de experiencia.
En este sentido enseña Santo Tomás: «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito encuentra dificultad en el obrar y, por consiguiente, no siente deleite ni complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural], a causa de algún impedimento de origen extrínseco –como el que posee un hábito de ciencia y padece dificultad en entender, por la somnolencia o alguna enfermedad–» (STh I-II, 65,3 ad 2m).
Es importante este principio, pues su desconocimiento lleva con frecuencia a escrúpulos y penalidades espirituales que no tienen en realidad fundamento. Consideremos algunos ejemplos. Una religiosa tiene un espíritu y virtud de oración muy grande; pero está sufriendo ciertas enfermedades psicológicas o, en otro supuesto, está tomando ciertas medicinas que le impiden totalmente concentrar en Dios su pensamiento y amor en la oración. ¿Debe ella pensar que, seguro que por sus culpas y negligencias, ya perdió su anterior hábito virtuoso de orar? En absoluto. A esta religiosa, que persevera ciertamente en el espíritu de la oración, hay que darle la paz de saber que sigue su relación orante con Dios tan profunda o más que antes, aunque en la capilla se vea la pobre con una impotencia casi total para mantenerse un rato en oración. Son causas extrínsecas a su voluntad las que le impiden ejercitarse en ella con asiduidad.

Cuando se identifica erróneamente grado de virtud y grado de facilidad para su ejercicio, puede interpretar, por ejemplo, un director espiritual, o la misma persona afectada por esa impotencia, que tal incapacidad para la oración significa claramente un retroceso espiritual lamentable, una disminución o pérdida del espíritu de oración. Con más lucidez de verdad considera este problema Santa Teresa, gran conocedora de la relación gracia-virtudes-obras. Ella enseña que en tales casos no debe la persona «atormentar el alma a lo que no puede» (Vida 11,16), ni tampoco debe ser atormentada para ello por su director. Estas cosas «aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos, y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en El y amarle. Esta determinación es la que quiere; ese otro afligimiento que nos damos [por la falta de obras], no sirve de más que para inquietar el alma» (ib.). Con razón dice San Juan de la Cruz que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha, y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).

Otro ejemplo. Un estudiante, con la gracia de Dios, ha logrado una virtud de la estudiosidad muy profunda, hasta llegar a ser un profesor competente. Pero llegado a una cierta fase de su vida, se ve incapaz de estudiar, porque al hacerlo sufre dolores de cabeza. ¿Perdió, pues, la virtud de la estudiosidad por el hecho de que ahora no puede ejercitarla en los actos que constituyen su objeto propio? Obviamente no. Debe pensar que su virtud para estudiar no puede ejercitarse porque se ve impedida por causas extrínsecas a su voluntad.

* * *

Invocar la enseñanza de Santo Tomás sobre las virtudes eventualmente no-operativas, con el fin de atenuar o eximir de culpa a las parejas «irregulares» que no logran salir de su situación objetivamente pecaminosa –adúlteros crónicos, uniones homosexuales, etc.– es un error. La doctrina de Santo Tomás, que es la católica, exime de culpa a quien no puede ejercitar cierta virtud en las obras buenas que son su objeto propio, debido a impedimentos externos a su voluntad. Pero el texto aducido en la Exhortación se refiere a situaciones «irregulares», en las que la persona se ejercita pertinazmente en obras malas –adulterio, unión homosexual, etc.–.

* * *

La fe en la existencia de actos intrínsecamente malos, que ninguna circunstancia puede justificar, es en el fondo lo que hoy vacila más en la moral. San Juan Pablo II, en su encíclica Veritatis splendor, enseña largamente acerca de lo intrinsece malum (54-64). No es lícito «establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia [quizá con el consejo de un sacerdote comprensivo] sobre el bien y el mal» (n. 56; cf. 80).

José María Iraburu, sacerdote.

[Se ha respetado el uso de la negrita y la cursiva tal y como aparece en el texto original, que puede leerse en el siguiente enlace: (371) Amoris laetitia –301: discernir atenuantes y doctrina de Santo Tomás].

En el siguiente punto, el nº 302, recurre ahora a citar el Catecismo de la Iglesia Católica para seguir intentando encontrar algo que justifique la no culpabilidad de quien vive en adulterio, pero sin lograrlo, aunque diga que el Catecismo se expresa contundentemente en este sentido: "La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales". Lejos de poder recurrirse a lo que expresa el Catecismo para justificar el adulterio, lo que pone de manifiesto es justo lo opuesto: no se puede aducir ignorancia del Decálogo, ni inadvertencia, pues no se trata de un pecado cometido de forma aislada, sino que de lo que aquí hablamos es de parejas que viven en adulterio de manera permanente, por lo que es improbable que no adviertan, una y otra vez, que están manteniendo relaciones sexuales con alguien que no es su esposo/a, con quien siguen legítimamente unidos por el sacramento del Matrimonio y que están, por tanto, prohibidas por el 6º Mandamiento. Además, como dice el P. Iraburu, al he citado más arriba, los posibles eximentes de responsabilidad serían los debidos a impedimentos externos a su voluntad, y por tanto no aplicables cuando "la persona se ejercita pertinazmente en obras malas –adulterio, unión homosexual, etc.–".

Por si ésto fuera poco, en los dos puntos inmediatamente posteriores al citado por el Papa Francisco -que en esta ocasión tampoco cita-, el Catecismo dice contundentemente -esta vez sí- lo siguiente:

1736. Todo acto directamente querido es imputable a su autor.
Así el Señor pregunta a Adán tras el pecado en el paraíso: “¿Qué has hecho?” (Gn 3,13). Igualmente a Caín (cf Gn 4, 10). Así también el profeta Natán al rey David, tras el adulterio con la mujer de Urías y la muerte de éste (cf 2 S 12, 7-15).
Una acción puede ser indirectamente voluntaria cuando resulta de una negligencia respecto a lo que se habría debido conocer o hacer, por ejemplo, un accidente provocado por la ignorancia del código de la circulación.
1737. Un efecto puede ser tolerado sin ser querido por el que actúa, por ejemplo, el agotamiento de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no es imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la acción, como la muerte acontecida al auxiliar a una persona en peligro. Para que el efecto malo sea imputable, es preciso que sea previsible y que el que actúa tenga la posibilidad de evitarlo, por ejemplo, en el caso de un homicidio cometido por un conductor en estado de embriaguez.

En cuanto a "los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos", también es bastante improbable que puedan aducirse como eximentes del cumplimiento del Decálogo -o atenuantes- en lo que a la prohibición del adulterio se refiere, como tampoco podrían aducirlo los asesinos en serie, los ladrones o los pederastas, por mucho "hábito" que tuvieran de matar, robar o abusar de menores -salvo que estemos hablando de una enfermedad mental como la psicopatía o la cleptomanía, no aplicable al adulterio-. Y en cuanto a otros factores psíquicos, ¿qué podrían alegar los adúlteros? ¿Que caerían en una depresión si no continúan cometiendo adulterio? De la misma manera, también podrían alegar lo mismo las personas del ejemplo -el asesino, el ladrón y el pederasta-, si no matan, roban o abusan de menores. Seamos serios: en todos esos casos, incluido el de los adúlteros, se podría caer en una depresión después de dejar de pecar; pero esa posterior depresión no es la causa de haber cometido tal pecado, porque éste se ha cometido previamente. Por lo tanto, el pecador es tan culpable como si no cayera en una depresión después de dejar de cometer el pecado -cosa que desconoce en el momento de pecar-. Hay que recordar que el adulterio es un pecado mortal que se comete voluntariamente -no por causas ajenas a la voluntad- y que se repite a lo largo del tiempo de forma pertinaz.

Tras este intento, el Papa vuelve a recurrir al mismo argumento con otra cita del Catecismo de la Iglesia Católica, tratando de encontrar, infructuosamente, otra justificación para "demostrar" que los adúlteros, o al menos algunos de ellos, no cometen un pecado grave. Pero si comprobamos el punto del Catecismo que cita, el 2352, veremos que los atenuantes que se exponen se refieren a la masturbación, no al adulterio. En la misma nota que acompaña esta cita, también nombra la Declaración "Iura et bona" de la Congregación para la Doctrina de la Fe (5 mayo 1980), que tampoco guarda relación con el adulterio, sino que se refiere a la eutanasia; pero lejos de servir de ejemplo para justificar esos supuestos "atenuantes" en el caso del adulterio, fíjense lo que se dice en dicha declaración:

"Podría también verificarse que el dolor prolongado e insoportable, razones de tipo afectivo u otros motivos diversos, induzcan a alguien a pensar que puede legítimamente pedir la muerte o procurarla a otros. Aunque en casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia —aunque fuera incluso de buena fe— no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre inadmisible".

Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980)

Es decir, aunque disminuya la responsabilidad, ésta no modifica la naturaleza del acto, que sigue siendo inadmisible. Si aplicamos ésto al caso del adulterio, se podría decir que en alguna circunstancia quizás también puede verse disminuida la responsabilidad personal; pero incluso en tal caso, el adulterio seguiría siendo pecado grave y, por lo tanto, inadmisible. En la misma nota también cita la Exhortación Apostólica "Reconciliatio et paenitentia" de San Juan Pablo II, pero directamente la propia nota ya dice que el Papa critica la categoría de «opción fundamental». En realidad no la "critica", sino que niega que en el plano objetivo ésta cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal:

"Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la «opción fundamental» entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal".

(Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 223).

A pesar de los mencionados intentos fallidos para justificar el adulterio en ciertos casos, recurriendo a buscar "atenuantes" a base de retorcer los textos que se citan o de tergiversar su sentido, el Papa continúa insistiendo: "Por esta razón, un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada". Una vez más, esta cita no apoya lo que dice el Papa, sino que lo echa por tierra. En este caso se trata de la "Declaración sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a casar" del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, del 24 junio 2000. Si leemos lo que dice dicha Declaración, y en concreto el punto nº 2, comprobaremos no sólo que es radicalmente distinto a lo afirmado por el Papa Francisco, sino que es justo lo opuesto, volviendo a reiterar que sólo podrán acceder al sacramento de la Eucaristía aquellos divorciados que, pese a convivir con otra persona que no es su esposo/a, no mantienen relaciones sexuales con ella, siempre que no sean causa de escándalo -pues exteriormente otras personas pueden ignorar que realmente no mantienen relaciones sexuales-:

2. Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial, declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de la ley (cfr. can. 17) con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos.

La fórmula «y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son:

a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva;

b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial;

c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual.

Sin embargo, no se encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones -como, por ejemplo, la educación de los hijos- «satisfacer la obligación de la separación, asumen el empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los cónyuges» (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la base de ese propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de que tales fieles no viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo.

Inasequible al desaliento, en el punto 303 el Papa Francisco afirma: "A partir del reconocimiento del peso de los condicionamientos concretos [que ya hemos visto que es nulo], podemos agregar que la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no realizan objetivamente nuestra concepción del matrimonio". Con dicha afirmación, además de demostrar su intención de dar carta de naturaleza al relativismo moral basado en un mal entendido subjetivismo contrario a la Doctrina y praxis de la Iglesia, también trata de equiparar las relaciones de cohabitación prohibidas por el sexto Mandamiento del Decálogo -en las que entraría el concubinato o amancebamiento, el adulterio y hasta las relaciones homosexuales- con el matrimonio. Nótese el empleo de los eufemísticos "ser mejor incorporada" -en vez de introducir y/o permitir- y "situaciones que no realizan objetivamente nuestra concepción del matrimonio" -en lugar de decir parejas amancebadas o adúlteras-.

Este punto concluye también de forma eufemística al hablar de "nuevas decisiones que permitan realizar el ideal de manera más plena". Una vez más, puede decirse lo mismo: el matrimonio no es un ideal, ni la forma "plena" de ese inexistente ideal. El Matrimonio es un sacramento instituido por Nuestro Señor Jesucristo, que estableció que fuera indisoluble. Así, aquellas personas que mantienen relaciones sexuales sin estar unidas por el sacramento del Matrimonio, lejos de "realizar de forma menos plena" ningún "ideal", pecan contra Dios vulnerando el sexto Mandamiento del Decálogo y contradicen lo estipulado expresamente por Nuestro Señor con respecto al Matrimonio, y que la Iglesia siempre ha guardado y transmitido durante dos milenios.

Llegados a este punto, el Papa sigue sosteniendo más de lo mismo en los apartados "Normas y discernimiento" y "La lógica de la misericordia pastoral", que abarcan desde el punto 304 hasta el 312, con el que finaliza el presente capítulo. Para él, es "mezquino" considerar si los actos humanos se adecúan a la norma, y así, por ejemplo, si alguien cumple o no los Mandamientos del Decálogo. La frase y el calificativo empleado ya lo dicen todo: además de no casar bien con el lenguaje "amable" recomendado por el Papa en esta misma Exhortación, tal idea está totalmente alejada de la Doctrina católica y de la praxis bimilenaria de la Iglesia. Una y otra vez vuelve a poner el subjetivismo relativista o la teología de situación por encima, incluso, de la Ley de Dios.

Se muestra otra vez "autorreferencial" -pese a que lo critique en otros- cuando se cita nuevamente a sí mismo para, como ha hecho en numerosas ocasiones, dedicar epítetos con clara intencionalidad ofensiva a aquellos católicos que sostengan lo que siempre ha enseñado la Iglesia, llamándoles, además de "mezquinos", como he recogido más arriba, "corazones cerrados, que suelen esconderse aun detrás de las enseñanzas de la Iglesia «para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas»". Para tales católicos no gasta ningún eufemismo, aunque los derroche a raudales cuando se refiere a los adúlteros, por ejemplo. De esta forma, arremete injusta e inmisericordemente contra lo que él considera un juicio emitido por esos mezquinos corazones cerrados hacia los demás pecadores -hacia los adúlteros, en este caso-, sin tomar en consideración la posibilidad de que sea precisamente por caridad por lo que esos mezquinos corazones cerrados intentan corregir al que yerra -que es una de las Obras de Misericordia-, no porque se crean superiores, ni por ánimo de ofender, sino para evitar que les engañen quienes les aseguran o prometen una efímera felicidad terrena, y que así se condenen eternamente.

Más adelante cita a la Comisión Teológica Internacional -cuyos pareceres no tienen ninguna obligación de creerse los católicos-, para intentar encontrar algún apoyo a su intención de romper con la praxis de la Iglesia, que siempre se ha sustentado en la Doctrina. En el punto 305, con su polémica nota al pie nº 351, el Papa ya dice clara y abiertamente que los adúlteros -a quienes no nombra aquí, pues dicha medida se extiende a otras personas en pecado mortal- pueden recibir los sacramentos en ciertos casos, y, concretamente, el de la Eucaristía: "A causa de los condicionamientos o factores atenuantes [que en el caso del adulterio son una pura invención], es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— [como si fuera el pecador quien decidiese qué es pecado y qué no; o como si algún católico no conociese el sexto Mandamiento del Decálogo] se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia". Esto va, directamente, contra la Fe católica: quien vive en adulterio, que es un pecado mortal suficientemente conocido por quien lo comete, y que además lo comete de forma pertinaz y continuada en el tiempo, ni está en gracia de Dios, ni puede crecer en una vida de gracia que no tiene. La nota que acompaña esta heterodoxa propuesta, explicita aún más la intención del Papa de que se administren sacramentos a personas que objetivamente viven en pecado mortal, por considerarlos "remedios" para los pecadores y no un "premio" para los "perfectos" -cuando la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia exigen que sólo se reciba el Cuerpo y la Sangre del Señor en gracia de Dios, de acuerdo con la grave advertencia del Apóstol San Pablo-. Ciertamente, el sacramento de la Penitencia es un remedio para los pecadores, aunque sólo para los que están arrepentidos y no quieren volver a pecar. Pero no así la Eucaristía, por lo ya dicho: para recibirla hay que estar en gracia de Dios previamente. Y en el caso del sacramento de la Penitencia, sería inválido y sacrílego si no hay arrepentimiento -dolor de los pecados- y propósito de la enmienda -de no volver a pecar- de todos y cada uno de los pecados. La nota dice así: "En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos [administrar o sostener que los sacramentos se pueden recibir en pecado mortal es contrario a la Fe católica y a la bimilenaria praxis de la Iglesia]. Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles»".

Además de la específica "Declaración sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a casar" citada más arriba, que niega la recepción de la Comunión a los adúlteros, o del magisterio de San Juan Pablo II al respecto, en la misma línea, de acuerdo con lo que siempre ha enseñado la Iglesia, el Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento, en su Sesión XIII definió dogmáticamente lo siguiente, en lo que constituye un ejercicio de Magisterio extraordinario, y por tanto irreformable, sobre la recepción de la Eucaristía, condenando además los cánones quinto y noveno que la Eucaristía perdone los pecados o que se pueda recibir sin recibir previamente la absolución en la Confesión:

Cap. VII. De la preparación que debe preceder para recibir dignamente la sagrada Eucaristía.

Si no es decoroso que nadie se presente a ninguna de las demás funciones sagradas, sino con pureza y santidad; cuanto más notoria es a las personas cristianas la santidad y divinidad de este celeste Sacramento, con tanta mayor diligencia por cierto deben procurar presentarse a recibirle con grande respeto y santidad; principalmente constándonos aquellas tan terribles palabras del Apóstol san Pablo: Quien come y bebe indignamente, come y bebe su condenación; pues no hace diferencia entre el cuerpo del Señor y otros manjares. Por esta causa se ha de traer a la memoria del que quiera comulgar el precepto del mismo Apóstol: Reconózcase el hombre a sí mismo. La costumbre de la Iglesia declara que es necesario este examen, para que ninguno sabedor de que está en pecado mortal, se pueda acercar, por muy contrito que le parezca hallarse, a recibir la sagrada Eucaristía, sin disponerse antes con la confesión sacramental; y esto mismo ha decretado este santo Concilio observen perpetuamente todos los cristianos, y también los sacerdotes, a quienes correspondiere celebrar por obligación, a no ser que les falte confesor. Y si el sacerdote por alguna urgente necesidad celebrare sin haberse confesado, confiese sin dilación luego que pueda.

CAN. V. Si alguno dijere, o que el principal fruto de la sacrosanta Eucaristía es el perdón de los pecados, o que no provienen de ella otros efectos; sea excomulgado.

CAN. XI. Si alguno dijere, que sola la fe es preparación suficiente para recibir el sacramento de la santísima Eucaristía; sea excomulgado. Y para que no se reciba indignamente tan grande Sacramento, y por consecuencia cause muerte y condenación; establece y declara el mismo santo Concilio, que los que se sienten gravados con conciencia de pecado mortal, por contritos que se crean, deben para recibirlo, anticipar necesariamente la confesión sacramental, habiendo confesor. Y si alguno presumiere enseñar, predicar o afirmar con pertinacia lo contrario, o también defenderlo en disputas públicas, quede por el mismo caso excomulgado.

Como se ve, lo que el Papa Francisco dice y pretende que se haga contradice no sólo las costumbres o la disciplina sacramental, sino la propia Doctrina y Magisterio de la Iglesia -incluyendo el de todos sus predecesores-.

En el punto 307 vuelve a denominar lo que Cristo estableció como la única forma admisible de relación entre un hombre y una mujer, que es el sacramento del Matrimonio, como "el ideal pleno" o el "ideal más pleno"-cuando tal cosa no existe, como ya he señalado anteriormente-. Como puede apreciarse, la manipulación del lenguaje está presente en toda la Exhortación, pero especialmente en este capítulo. En este punto, por ejemplo, puede verse en la frase: "ni proponer menos que lo que Jesús ofrece al ser humano", cuando lo que el Señor hacía, en lo relativo al Matrimonio, que es de lo que se trata aquí, no era "ofrecer" el Matrimonio contemplando las excepciones y las "leyes humanas" que vulneran su indisolubilidad -como el repudio mosaico y, por ende, el divorcio actual-, sino exigirlo, condenando al mismo tiempo a quien no actúe de acuerdo con la "norma" dada expresamente por Él mismo, como así lo atestiguan las Sagradas Escrituras. En el punto 308 expresa claramente que su concepción de Dios y de la Iglesia no tiene nada que ver con lo que la propia Iglesia y los anteriores Papas han creído: "Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia...". Aquí deja bien claro que se trata, pues, de sus creencias personales; pero, debido al cargo que ocupa, éstas tienen consecuencias gravísimas para la Iglesia y para los católicos.

Por último, en el punto 311 afirma que "La enseñanza de la teología moral no debería dejar de incorporar estas consideraciones, porque, si bien es verdad que hay que cuidar la integridad de la enseñanza moral de la Iglesia, siempre se debe poner especial cuidado en destacar y alentar los valores más altos y centrales del Evangelio". ¡Como si la moral católica, que es de lo que se ocupa la Teología Moral, no estuviera basada, precisamente, en el Evangelio! Esta contraposición que hace es, simplemente, falaz, y refleja sus propios prejuicios y su extraña concepción de la Fe católica y de la Iglesia misma.

También en este punto, a través de las notas a pie de página, introduce otro elemento preocupante cuando afirma: "Quizás por escrúpulo, oculto detrás de un gran deseo de fidelidad a la verdad, algunos sacerdotes exigen a los penitentes un propósito de enmienda sin sombra alguna, con lo cual la misericordia se esfuma debajo de la búsqueda de una justicia supuestamente pura. Por ello, vale la pena recordar la enseñanza de san Juan Pablo II, quien afirmaba que la previsibilidad de una nueva caída «no prejuzga la autenticidad del propósito»". Quien exige propósito de la enmienda a los penitentes no son los sacerdotes de forma particular, porque ellos quieran, como aquí sugiere el Papa, sino que es una de las exigencias para que el sacramento de la Confesión sea válido, lo cual no es opcional, sino que forma parte de la Doctrina irreformable de la Iglesia, como aparece dogmáticamente definido por el Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento, en el apartado sobre la Doctrina del santísimo sacramento de la Penitencia, Cap. IV: De la Contrición:

"La Contrición, que tiene el primer lugar entre los actos del penitente ya mencionado, es un intenso dolor y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante [...] Declara, pues, el santo Concilio, que esta Contrición incluye no sólo la separación del pecado, y el propósito y principio efectivo de una vida nueva, sino también el aborrecimiento de la antigua".


Por lo tanto, que sea previsible que el penitente vuelva a pecar, no contradice ni anula la exigencia de no querer volver a hacerlo -que no la impone el sacerdote, sino que se la debe exigir a sí mismo el propio pecador, pues al confesor le puede engañar, pero a Dios no-. En el caso de los adúlteros que se acercaran al sacramento de la Penitencia sin intención de poner fin a su relación adúltera, no es que teman o prevean que puedan volver a cometer el pecado, sino que el arrepentimiento realmente no existe y el propósito no es dejar de cometerlo, sino continuar haciéndolo. En tal caso la confesión sería inválida y, además, sacrílega.

Concluye el punto con otra más que discutible cita de la Comisión Teológica Internacional -que sostiene algunas posturas totalmente opuestas al Magisterio de la Iglesia de siempre-, en la cual considera "inadecuada cualquier concepción teológica que en último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia", como si la misericordia de Dios estuviera enfrentada a su justicia. No puede resumir mejor este capítulo, que la petición con la que el Papa lo finaliza: "invito a los pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia". El objetivo es, pues, contemporizar con la gente y ayudarles a vivir mejor -en este mundo, naturalmente-. La trascendencia brilla, una vez más, por su ausencia; la salvación de su alma inmortal ni se menciona; como tampoco el riesgo cierto de condenación eterna.

Todos los subterfugios empleados a lo largo de este complejo capítulo, propios del más puro jesuitismo, recuerdan la actitud de los rabinos judíos que, durante miles de años, han estado buscando la manera de poder incumplir las leyes, meramente humanas, como bien decía el Señor (Mt 19, 8), adaptando éstas a su propia voluntad y no a lo que ellos consideraban que era la voluntad de Dios. De ahí el dicho: "quien hace la ley, hace la trampa". Pero, para un católico no es moralmente lícito intentar hacer trampas para saltarse la Ley divina y el mandato expreso de Nuestro Señor. Uno puede tratar de autoengañarse -sobre todo si para ello cuenta con un respaldo "oficial"-, o incluso puede engañar al confesor; pero a Dios, que un día nos ha de juzgar, no se le puede engañar.

Aquí concluye el análisis de este capítulo, quedando para la próxima entrada del blog el del noveno y último capítulo de la Exhortación "Amoris laetitia", que será la Parte VIII de mi análisis.

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